Tenía el radiocassette de mi padre preparado
siempre con una cinta magnética dentro, lista para ser usada. Mis dedos
merodeaban cerca de los botones. El momento me recordaba a la imagen de salida
de los cien metros lisos en una competición deportiva. La tensión de los
atletas, pendientes del arma de fuego que iniciará la carrera, era lo que
sentía al escuchar al plasta del locutor que se enrollaba con estupideces
varias. Acababa de anunciar el estreno del primer single de ese grupo que tanto
me gustaba. Pero sólo había comentado el nombre de la canción y el título del
trabajo discográfico. Todas las demás mierdas que escapaban por su boca eran
referidas al tiempo meteorológico.
Comienzan a sonar los primeros acordes y el gilipollas se pone a decir que si hoy es viernes, que cómo vamos a bailar esta noche, que si besitos para ellas y abrazos para ellos, etc. El caso es que cuando por fin deja protagonismo al sencillo musical, no sólo me ha cortado el estupendo riff de entrada, sino también parte de la letra. Aquí no acaba la cosa, puesto que al final de la canción, vuelve el presentador a tocar los cojones hablando por encima del estribillo, que se repite y aleja despavorido ante el maltrato sometido por el programa en antena.
Comienzan a sonar los primeros acordes y el gilipollas se pone a decir que si hoy es viernes, que cómo vamos a bailar esta noche, que si besitos para ellas y abrazos para ellos, etc. El caso es que cuando por fin deja protagonismo al sencillo musical, no sólo me ha cortado el estupendo riff de entrada, sino también parte de la letra. Aquí no acaba la cosa, puesto que al final de la canción, vuelve el presentador a tocar los cojones hablando por encima del estribillo, que se repite y aleja despavorido ante el maltrato sometido por el programa en antena.
Esto era lo habitual hace lustros cuando querías
grabar directamente de la radio. Todos los cassettes estaban repletos de temas
sesgados al inicio o al cierre, gracias a la pericia de los Fernandisco, Joaquín
Luqui o Juanma Ortega de turno, en quienes me he cagado más de una vez. ¡En
ellos y en toda su familia!. Entiendo que lo que pretendían era que te
compraras los discos, pero es que parece que disfrutaban con la mutilación de
esas pequeñas joyas que tanto querías inmortalizar en tu modesta colección de
cintas.
Como no bastaba con sus comentarios absurdos
y fuera de lugar, los pitidos de las señales horarias, las cuñas de la emisora
y la publicidad, penetraban con violencia en cualquier momento del recorrido de
la canción, para violar y humillar esa grabación que ya habías dado por
perdida. Era indescriptible el cabreo que uno se pillaba cuando parecía que
todo estaba saliendo bien y de repente se jodía con una frase a volumen brutal
del tipo “¡del cua-cua-cua-cuarenta al uno-uno-unooooo!, ¡tú lista de éxitos!”.
Volverías a intentarlo en otra ocasión, con una esperanza renovada que acabaría
de nuevo en frustración.
Ante la escasez de dinero, muchas veces se
apuraba el espacio de los cassettes y cuando estaban casi al final, la
diferencia entre una canción de cuatro minutos o tres, podía significar que se
agotaran y saltara de golpe el botón de rec-play del aparato. Mensaje captado.
De nuevo se ha cortado mi temazo favorito.
El intercambio de estas cutre-grabaciones
era algo más que frecuente en los colegios, tanto para conseguir aquellos
éxitos que no habías capturado, como para quedarte con el registro de ese hit
que tu amigo lo tenía casi completo.
Los soportes más usados eran de 60 y 45
minutos. Los de 90 eran más caros, pero te garantizaban que los LPs se copiaran
enteros. La mayoría ocupaban entre media hora y cuarenta minutos, por lo que te
entraban en una cara de la cinta. Si sobraba, siempre pedías al amiguete que te
hacía el favor que te grabara cosas sueltas, para aprovechar hasta el último
fragmento magnético. Las cintas de 120 eran una locura, más que nada porque el
aparato reproductor (me refiero el radiocassette, no al otro aparato
reproductor, ¡malpensados!) tenía que hacer un esfuerzo titánico para hacerlas
girar, con el lógico desgaste de pilas. De ahí que se hiciera popular rebobinar
o avanzar usando un boli Bic y dándole a la muñeca como si jugáramos con una
carraca de feria. Aquello era ahorrar y lo demás son tonterías.
El colmo de lo desesperado y bizarro de la
época, era usar una grabadora para intentar plasmar una melodía directamente de
la televisión, ya que en este medio solía aparecer el tema íntegro, sin
indeseadas amputaciones. Aquello sonaba como un pedo tirado dentro de un
trombón, pero compensaba porque habías conseguido la canción entera y muchas
veces interpretada en directo, lo que la hacía única.
Esa emoción se ha perdido en la era digital.
A nadie se le ocurre que un mp3 pueda estar fragmentado. Uno puede descargar
discografías completas, con buena calidad y con la seguridad de que la obra
estará intacta. Evidentemente, prefiero los tiempos actuales, por la comodidad
y el acceso a todo lo que uno desea. Pero sigo recordando aquellos remolinos en
el estómago, las gotas de sudor desplazándose por el tobogán de las sienes, la
respiración y la voz puestas en off, y el pulso en pleno duelo con la gravedad,
sujetando el magnetófono mientras lo pegabas al altavoz de la tele. Aquello
sólo se asemejaba al momento de acercarte a la chica que te gustaba para
sacarle unas palabras y… lo que surgiera.
Artículo publicado en el blog de Let's Market S.L. el 7 de agosto de 2017.