Nunca fui de los que demostraban
su pasión por la música al espectador externo vistiendo ropa llamativa,
luciendo larga melena o emitiendo voces estridentes. Mi timidez siempre me hizo
ser discreto. Durante mis años más jovenes y rebeldes, como aficionado al heavy
y al rock’n’roll, tuve el cabello hasta los hombros y vestí algunas camisetas
negras de varios de mis grupos favoritos. Pero mi militancia rockera nunca pasó
de ahí, evitando llamar la atención con calaveras, sangre, chupas con tachuelas,
cinturones con balas, pinchos y demás parafernalia. Siempre me gustó más la
estética rockabilly, con las botas altas de piel acabadas en punta, cazadoras, camisas
elegantes y, sobretodo, las hebillas. Eso de llevar un parachoques metálico al
frente me cautivó y desde la adolescencia me han acompañado como parte de mi
indumentaria. Aficionarme a las mismas fue un paso lógico, ya que el cinturón
era de uso inexcusable en mi atavío, puesto que siempre estuve tan delgado que,
de no utilizarlo, los pantalones se hubieran dado por vencidos en su lucha contra la
gravedad.
Ave tremenda que tuve que revender porque no necesitaba un ariete
A principios de los 90, en un
campamento en Francia, conocí a José Antonio: rocker liberal que no hacía ascos
a grupos fuera del género, como Depeche Mode o Pet Shop Boys. Me recompró una hebilla
que adquirí en un mercadillo, con un águila enorme, y que no sabía ni cómo
ponerme, ya que mi desconocimiento del tema era tan grande que ignoraba que era
necesario un cinturón adaptado con remaches para acoplar aquella rapaz.
La primera hebilla que exhibí, con
su cinto y todo, fue una que me regalaron mis padres tras volver de unas
vacaciones en Mallorca: era rectangular, con un tren del oeste americano de la Wells & Fargo. Me duró
muchos años hasta que un buen día se partió en dos por la mitad. Puedo
demostrar que no fue porque me saliera tripa. Por suerte, cuando viajé a Nueva
York en 2009, encontré una muy similar en una tienda y no me lo pensé (foto
nº 1). El gasto era justificado por sus connotaciones nostálgicas. Gracias a ese desplazamiento a EE.UU. pude comprar algunos ejemplares muy guapos, ya que en España cuesta
mucho encontrar motivos que no sean rosas o símbolos del dólar.
Con el tiempo he ido formando
una pequeña compilación en la que hay de todo: desde las piezas más heavies (foto
nº 2), pasando por las más bonitas y discretas (fotos nº 7, 8 y 9), hasta llegar a las más
originales y llamativas. Entre estas últimas se encuentra la espuela giratoria (foto
nº 12), cuyo movimiento y colocación estratégica usé en el pasado para bromear con
algunas chicas; la calavera vacuna (foto nº 6), de las más valoradas como objeto
de coleccionista, con su número de serie y todo; el cargador de pistola Colt
(foto nº 11) con su tambor rotatorio, o la que oculta un mechero Zippo (foto nº 14),
cual cría en bolsa de canguro. Varias han perdido su color original, brillo y
estética por uso y desgaste, pero también su dueño y ellas no se quejan.
Fotos nº 11 (Tambor) y 12 (Espuela)
Mi incipiente “tripita” hace que
la hebilla de la vaca (foto nº 6) o la de Harley Davidson (foto nº 5) me cueste lucirlas,
porque esas alas y cuernos pinchan, cual infidelidad en el corazón, y dejan
marca (sólo corporal, por suerte). Atrás queda aquella tableta abdominal de la
que presumía, no como resultado del ejercicio físico sino gracias al aspecto
escuálido y raquítico que casi siempre he disfrutado.
Dado que la mayor parte de mi
vida laboral se ha desarrollado cara al público, he tenido que vestir ropa
acorde con la “buena imagen” que preconiza la sociedad. Por eso, el uso de mis hebillas
queda relegado a los fines de semana, junto con mis camisas vaqueras y, mientras
me dure mi estupendo flequillo, el peine en el bolsillo trasero del pantalón,
resquicio también de mi pasado rocker.