jueves, 26 de diciembre de 2013

LA HEBILLA ES BELLA

   Nunca fui de los que demostraban su pasión por la música al espectador externo vistiendo ropa llamativa, luciendo larga melena o emitiendo voces estridentes. Mi timidez siempre me hizo ser discreto. Durante mis años más jovenes y rebeldes, como aficionado al heavy y al rock’n’roll, tuve el cabello hasta los hombros y vestí algunas camisetas negras de varios de mis grupos favoritos. Pero mi militancia rockera nunca pasó de ahí, evitando llamar la atención con calaveras, sangre, chupas con tachuelas, cinturones con balas, pinchos y demás parafernalia. Siempre me gustó más la estética rockabilly, con las botas altas de piel acabadas en punta, cazadoras, camisas elegantes y, sobretodo, las hebillas. Eso de llevar un parachoques metálico al frente me cautivó y desde la adolescencia me han acompañado como parte de mi indumentaria. Aficionarme a las mismas fue un paso lógico, ya que el cinturón era de uso inexcusable en mi atavío, puesto que siempre estuve tan delgado que, de no utilizarlo, los pantalones se hubieran dado por vencidos en su lucha contra la gravedad.
Ave tremenda que tuve que revender porque no necesitaba un ariete
   A principios de los 90, en un campamento en Francia, conocí a José Antonio: rocker liberal que no hacía ascos a grupos fuera del género, como Depeche Mode o Pet Shop Boys. Me recompró una hebilla que adquirí en un mercadillo, con un águila enorme, y que no sabía ni cómo ponerme, ya que mi desconocimiento del tema era tan grande que ignoraba que era necesario un cinturón adaptado con remaches para acoplar aquella rapaz.
   La primera hebilla que exhibí, con su cinto y todo, fue una que me regalaron mis padres tras volver de unas vacaciones en Mallorca: era rectangular, con un tren del oeste americano de la Wells & Fargo. Me duró muchos años hasta que un buen día se partió en dos por la mitad. Puedo demostrar que no fue porque me saliera tripa. Por suerte, cuando viajé a Nueva York en 2009, encontré una muy similar en una tienda y no me lo pensé (foto nº 1). El gasto era justificado por sus connotaciones nostálgicas. Gracias a ese desplazamiento a EE.UU. pude comprar algunos ejemplares muy guapos, ya que en España cuesta mucho encontrar motivos que no sean rosas o símbolos del dólar.




   Con el tiempo he ido formando una pequeña compilación en la que hay de todo: desde las piezas más heavies (foto nº 2), pasando por las más bonitas y discretas (fotos nº 7, 8 y 9), hasta llegar a las más originales y llamativas. Entre estas últimas se encuentra la espuela giratoria (foto nº 12), cuyo movimiento y colocación estratégica usé en el pasado para bromear con algunas chicas; la calavera vacuna (foto nº 6), de las más valoradas como objeto de coleccionista, con su número de serie y todo; el cargador de pistola Colt (foto nº 11) con su tambor rotatorio, o la que oculta un mechero Zippo (foto nº 14), cual cría en bolsa de canguro. Varias han perdido su color original, brillo y estética por uso y desgaste, pero también su dueño y ellas no se quejan.


 Fotos nº 11 (Tambor) y 12 (Espuela)


   Mi incipiente “tripita” hace que la hebilla de la vaca (foto nº 6) o la de Harley Davidson (foto nº 5) me cueste lucirlas, porque esas alas y cuernos pinchan, cual infidelidad en el corazón, y dejan marca (sólo corporal, por suerte). Atrás queda aquella tableta abdominal de la que presumía, no como resultado del ejercicio físico sino gracias al aspecto escuálido y raquítico que casi siempre he disfrutado.

 Fotos nº13 (Baraja) y 14 (Mechero)
   Dado que la mayor parte de mi vida laboral se ha desarrollado cara al público, he tenido que vestir ropa acorde con la “buena imagen” que preconiza la sociedad. Por eso, el uso de mis hebillas queda relegado a los fines de semana, junto con mis camisas vaqueras y, mientras me dure mi estupendo flequillo, el peine en el bolsillo trasero del pantalón, resquicio también de mi pasado rocker.