"Nos juntábamos en comandita cada fin de
semana, casi de manera ritual, formando compendio de amigos, generación del 75
literaria, élite de un equipo que se fue quedando sin miembros de paja y dejó
un poso de buen grano, camaradas plañideros que lloran sus penas frente a un
tribunal de copas y tablas de madera con sustento, o incluso asamblea sectaria
exenta de derechos de admisión y formalismos.
El lugar elegido era el Jacarandá, con acento
en la cuarta a, aunque todos lo cambiásemos de sílaba. Rincón bohemio del
Toledo más pintoresco, se encontraba agazapado en un estrecho callejón, tan
angosto que no cabrían ni dos codos si caminasen holgados. Abrigado por una
amplia cortina, se mezclaban objetos dignos de anticuario, velas, aperos del
hogar de la abuela, portadas de Vogue de época, música de cantautor y paredes con
cuadros de Klimt, ya desconchadas, que muestran que claudicaron hace mucho en
su lucha contra la humedad.
Aunque el cubil era vetusto y decadente, bullía
cultura, ambiente de parroquianos fieles y despedía efluvios atrayentes propios
de un lar especial, diferentes a lo que uno pueda encontrar en su peregrinaje nocturno
de fin de septenario.
Nuestra relación con este bar evolucionó de
ser un lugar de paso, a cita obligada desde completas o maitines de la nocte;
de fonda para humedecer el gaznate, a hogar donde avituallarse en abundancia;
de ascensor donde se intercambian educadas y breves cábalas sobre la
meteorología con un vecino inoportuno, a diván de psicólogo en el que, tras un
haraquiri en el corazón, uno comparte lo más profundo de su alma; de vaso
espumoso de cebada fermentada aromatizada con lúpulo, a copa colmada del fruto
de la caña de azúcar, macerado en barrica durante una década; de la visita
cordial a la estancia siempre prolongada; del “¿ya os váis?” al “por favor,
¡marcharos ya!”.
A pesar de que la música no era nuestro
amado rock’n’roll, los acordes quedaban diluidos en el humo del ambiente. A
pesar de que el servicio de abastecimiento no incluía venado, cordero ni
cochinillo, los patés artesanos, las salchichas teutonas y la miscelánea de
quesos apagaban el fuego que el hambre provocaba en nuestros paladares. Incluso
a pesar del mobiliario incómodo, del baño famélico y liliputiense, del frío
serpenteante que rebuscaba en nuestra ropa cual ofidio, de la estufa de
monóxido de carbono que (como decían los Asfalto) no calienta ni a Dios, a
pesar de todo, el Jacarandá fue nuestro segundo hogar durante largos años.
Tuvimos veladas cada semana. Acaparamos
fondues de carne y de queso hasta finiquitar existencias. Nuestras posaderas
sirvieron de barricada al final del establecimiento y taponamos el acceso al
baño. Celebramos esos pequeños acontecimientos de las vidas cotidianas que solo
a unos pocos importan, hicimos amigos y, por supuesto, ampliamos el número de canallas
que se personaban a deshora: de los cuatro hermanos Dalton a los cuarenta
ladrones.
Pero este relato no tiene un final feliz,
pues el lector avieso y experimentado se habrá dado cuenta de que todo se narra
en pasado. Así es, y como la felicidad nunca es sempiterna, llegó el momento en
que nuestro grupo se exilió en desbandada. Nos hubiera gustado subir al
hidroavión que colgaba del techo cercano a esa máquina registradora del siglo
pasado, pero si alguien lo recuerda, sabrá que no disponía de plazas
suficientes. La despedida nunca afloró, puesto que fue un desahucio impuesto.
Lo que parecía ser un desalojo obligado más, terminó por convertirse en el
definitivo...
Todo esto lo motivó el señor... llamémosle Marrón. Pues bien, el señor Marrón peinaba canas y buenos modales, pero no experiencia en marketing, ni savoir faire en el mundo de la hostelería.
Todo esto lo motivó el señor... llamémosle Marrón. Pues bien, el señor Marrón peinaba canas y buenos modales, pero no experiencia en marketing, ni savoir faire en el mundo de la hostelería.
Cualquiera que haya pasado una temporada
consumiendo en el Jacarandá habrá hecho con facilidad un inventario mental de
la tipología de clientes y gastos de los mismos. Pues bien, no nos fue difícil
desmarcarnos y ponernos al frente de la lista como los más derrochadores. Nos
dejamos cantidades ingentes de moneda europea, absorbimos el alcohol como
bentonita de vertedero y devoramos de las tablas de fiambres hasta las astillas
más resistentes.
Sería necio pensar que a unos clientes así
no se les pueda tratar con especial cuidado para mantener siempre el negocio a
flote en el mar de la crisis económica, pero nunca hubo cariño ni una mínima
deferencia hacia nosotros. Los típicos detalles utilizados para conservar
clientela como rebajas en las cuentas gruesas, invitación a rondas o a tapas
que acentúen la sed, nunca fueron aplicados en nuestras personas. Solo una vez,
me reafirmo, una vez en años y años, recibimos una tabla de patés libre de pago
gracias a una errata del señor Marrón. Así pues, no puedo ocultar tan generosa
acción que no desvirtúa, en absoluto, lo expuesto hasta ahora. Tampoco olvido
el jamón que sesgaba cada año. Pero lo que parecía un obsequio para socios del
selecto club acabó en un libertinaje para cualquier hijo de vecino, que
difícilmente podíamos concebir como agasajo a nuestras visitas. Era la única
ocasión en la que el bar estaba repleto y uno no podía ni sentarse. Por eso
mismo creo que el regalo para parroquianos mudó a señuelo para captar adeptos.
A ciertas horas de la noche, la cualidad más
despierta del señor Marrón era su paciencia, puesto que aguantaba nuestro deseo
de acompañar a la luna y evitar volver a encontrarnos con el sol, hasta
alargando una o dos horas el momento del cierre. No importaba que en una
jornada solo hubieran hecho acto de presencia dos parejas con más ganas de
poner sus labios en otros labios que en una copa, no importaba si la caja se
había abierto tan poco que aún quedaban telarañas; había que negociar el poder
tomar alguna ronda más, posponiendo al máximo la clausura del garito.
Se supone que un establecimiento con gente
consumiendo bebidas espirituosas es bueno para el negocio aunque haya que perder
horas de sueño. Pero no, esto no era un axioma para el señor Marrón. Por ello,
en las negociaciones con él, resultaba carente de lógica, me atrevería a decir
que incluso descabellado, el hecho de estar convenciendo a una persona para
dejar abierto el local media hora más a cambio de sesenta euros, que
engrosarían una cuenta ya bastante respetuosa de trescientos. Este caballero ni
siquiera apreció el aumento de cultura y vocabulario propiciado por la lectura
de periódicos, para paliar el paso del tiempo, que consiguió gracias a nuestras
charlas interminables.
Quizá esté confundiendo el Jacarandá con un
negocio hostelero donde se buscan unos ingresos y ganancias, y resulte que el
señor Marrón tenga ya dinero sobrante para varias vidas y mantenga el local por
ocio o como servicio público. No sé, puede que mi concepto de trato al cliente esté
desfasado o que el ron hiciera mella en mi raciocinio. El caso es que este grupo
de fieles a una causa absurda cambiaron su Cheers del casco antiguo, su barco
de Chanquete, su mesa redonda de los caballeros, su Jauja, su Shangri-La, su
rincón literario y cultural por otras guaridas donde se les apreciara. Las
encontraron, y también fueron receptores de sonrisas, amabilidad y hasta de
rondas libres de pago. Eso no quita que este relato sea triste y que algunas
noches se añore el tejido hepático que perdimos entre esas desvencijadas
paredes.
Como en un árbol tropical americano, fuimos
inquilinos de excesivas ramas del Jacarandá, alzamos nuestros nidos con esmero
y quisimos que fuera un hogar perenne, lástima que las raíces quedaran
desatendidas y se optara por el riego por goteo. Los vástagos quebraron y hoy
queda en el recuerdo un tocón caduco."
Relato galardonado con la Mención Especial en el Ier Premio Literario Jacaranda (Diciembre de 2010).
Relato galardonado con la Mención Especial en el Ier Premio Literario Jacaranda (Diciembre de 2010).