viernes, 28 de septiembre de 2012

SE NOS PUDRIÓ EL ÁRBOL

  "Nos juntábamos en comandita cada fin de semana, casi de manera ritual, formando compendio de amigos, generación del 75 literaria, élite de un equipo que se fue quedando sin miembros de paja y dejó un poso de buen grano, camaradas plañideros que lloran sus penas frente a un tribunal de copas y tablas de madera con sustento, o incluso asamblea sectaria exenta de derechos de admisión y formalismos.
   El lugar elegido era el Jacarandá, con acento en la cuarta a, aunque todos lo cambiásemos de sílaba. Rincón bohemio del Toledo más pintoresco, se encontraba agazapado en un estrecho callejón, tan angosto que no cabrían ni dos codos si caminasen holgados. Abrigado por una amplia cortina, se mezclaban objetos dignos de anticuario, velas, aperos del hogar de la abuela, portadas de Vogue de época, música de cantautor y paredes con cuadros de Klimt, ya desconchadas, que muestran que claudicaron hace mucho en su lucha contra la humedad.
   Aunque el cubil era vetusto y decadente, bullía cultura, ambiente de parroquianos fieles y despedía efluvios atrayentes propios de un lar especial, diferentes a lo que uno pueda encontrar en su peregrinaje nocturno de fin de septenario.
   Nuestra relación con este bar evolucionó de ser un lugar de paso, a cita obligada desde completas o maitines de la nocte; de fonda para humedecer el gaznate, a hogar donde avituallarse en abundancia; de ascensor donde se intercambian educadas y breves cábalas sobre la meteorología con un vecino inoportuno, a diván de psicólogo en el que, tras un haraquiri en el corazón, uno comparte lo más profundo de su alma; de vaso espumoso de cebada fermentada aromatizada con lúpulo, a copa colmada del fruto de la caña de azúcar, macerado en barrica durante una década; de la visita cordial a la estancia siempre prolongada; del “¿ya os váis?” al “por favor, ¡marcharos ya!”.
   A pesar de que la música no era nuestro amado rock’n’roll, los acordes quedaban diluidos en el humo del ambiente. A pesar de que el servicio de abastecimiento no incluía venado, cordero ni cochinillo, los patés artesanos, las salchichas teutonas y la miscelánea de quesos apagaban el fuego que el hambre provocaba en nuestros paladares. Incluso a pesar del mobiliario incómodo, del baño famélico y liliputiense, del frío serpenteante que rebuscaba en nuestra ropa cual ofidio, de la estufa de monóxido de carbono que (como decían los Asfalto) no calienta ni a Dios, a pesar de todo, el Jacarandá fue nuestro segundo hogar durante largos años.
   Tuvimos veladas cada semana. Acaparamos fondues de carne y de queso hasta finiquitar existencias. Nuestras posaderas sirvieron de barricada al final del establecimiento y taponamos el acceso al baño. Celebramos esos pequeños acontecimientos de las vidas cotidianas que solo a unos pocos importan, hicimos amigos y, por supuesto, ampliamos el número de canallas que se personaban a deshora: de los cuatro hermanos Dalton a los cuarenta ladrones. 
   Pero este relato no tiene un final feliz, pues el lector avieso y experimentado se habrá dado cuenta de que todo se narra en pasado. Así es, y como la felicidad nunca es sempiterna, llegó el momento en que nuestro grupo se exilió en desbandada. Nos hubiera gustado subir al hidroavión que colgaba del techo cercano a esa máquina registradora del siglo pasado, pero si alguien lo recuerda, sabrá que no disponía de plazas suficientes. La despedida nunca afloró, puesto que fue un desahucio impuesto. Lo que parecía ser un desalojo obligado más, terminó por convertirse en el definitivo... 
 Todo esto lo motivó el señor... llamémosle Marrón. Pues bien, el señor Marrón peinaba canas y buenos modales, pero no experiencia en marketing, ni savoir faire en el mundo de la hostelería.
   Cualquiera que haya pasado una temporada consumiendo en el Jacarandá habrá hecho con facilidad un inventario mental de la tipología de clientes y gastos de los mismos. Pues bien, no nos fue difícil desmarcarnos y ponernos al frente de la lista como los más derrochadores. Nos dejamos cantidades ingentes de moneda europea, absorbimos el alcohol como bentonita de vertedero y devoramos de las tablas de fiambres hasta las astillas más resistentes.
   Sería necio pensar que a unos clientes así no se les pueda tratar con especial cuidado para mantener siempre el negocio a flote en el mar de la crisis económica, pero nunca hubo cariño ni una mínima deferencia hacia nosotros. Los típicos detalles utilizados para conservar clientela como rebajas en las cuentas gruesas, invitación a rondas o a tapas que acentúen la sed, nunca fueron aplicados en nuestras personas. Solo una vez, me reafirmo, una vez en años y años, recibimos una tabla de patés libre de pago gracias a una errata del señor Marrón. Así pues, no puedo ocultar tan generosa acción que no desvirtúa, en absoluto, lo expuesto hasta ahora. Tampoco olvido el jamón que sesgaba cada año. Pero lo que parecía un obsequio para socios del selecto club acabó en un libertinaje para cualquier hijo de vecino, que difícilmente podíamos concebir como agasajo a nuestras visitas. Era la única ocasión en la que el bar estaba repleto y uno no podía ni sentarse. Por eso mismo creo que el regalo para parroquianos mudó a señuelo para captar adeptos.
   A ciertas horas de la noche, la cualidad más despierta del señor Marrón era su paciencia, puesto que aguantaba nuestro deseo de acompañar a la luna y evitar volver a encontrarnos con el sol, hasta alargando una o dos horas el momento del cierre. No importaba que en una jornada solo hubieran hecho acto de presencia dos parejas con más ganas de poner sus labios en otros labios que en una copa, no importaba si la caja se había abierto tan poco que aún quedaban telarañas; había que negociar el poder tomar alguna ronda más, posponiendo al máximo la clausura del garito.    
 
   Se supone que un establecimiento con gente consumiendo bebidas espirituosas es bueno para el negocio aunque haya que perder horas de sueño. Pero no, esto no era un axioma para el señor Marrón. Por ello, en las negociaciones con él, resultaba carente de lógica, me atrevería a decir que incluso descabellado, el hecho de estar convenciendo a una persona para dejar abierto el local media hora más a cambio de sesenta euros, que engrosarían una cuenta ya bastante respetuosa de trescientos. Este caballero ni siquiera apreció el aumento de cultura y vocabulario propiciado por la lectura de periódicos, para paliar el paso del tiempo, que consiguió gracias a nuestras charlas interminables.
   Quizá esté confundiendo el Jacarandá con un negocio hostelero donde se buscan unos ingresos y ganancias, y resulte que el señor Marrón tenga ya dinero sobrante para varias vidas y mantenga el local por ocio o como servicio público. No sé, puede que mi concepto de trato al cliente esté desfasado o que el ron hiciera mella en mi raciocinio. El caso es que este grupo de fieles a una causa absurda cambiaron su Cheers del casco antiguo, su barco de Chanquete, su mesa redonda de los caballeros, su Jauja, su Shangri-La, su rincón literario y cultural por otras guaridas donde se les apreciara. Las encontraron, y también fueron receptores de sonrisas, amabilidad y hasta de rondas libres de pago. Eso no quita que este relato sea triste y que algunas noches se añore el tejido hepático que perdimos entre esas desvencijadas paredes.
   Como en un árbol tropical americano, fuimos inquilinos de excesivas ramas del Jacarandá, alzamos nuestros nidos con esmero y quisimos que fuera un hogar perenne, lástima que las raíces quedaran desatendidas y se optara por el riego por goteo. Los vástagos quebraron y hoy queda en el recuerdo un tocón caduco."


   Relato galardonado con la Mención Especial en el Ier Premio Literario Jacaranda (Diciembre de 2010).