domingo, 19 de marzo de 2017

LA FUGA DE COLDITZ: La Historia de Colditz y Últimos Días en Colditz


Autor: Patrick R. Reid
Editorial: Versal S.A.
Año: 1986
Valoración: 7,5/10
Temática: Bélica / Histórica

 

   
   Estaban descatalogados y no aparecían ni en la cuesta de Moyano de Madrid. Fue difícil encontrar la edición original de estos ejemplares, con la portada y contra de la serie de televisión de los ochenta, pero tener amigos y que conozcan tus gustos es un lujo. Así pues, Justo los localizó y me sorprendió con un regalo hace varias navidades.
   De este modo, por fin pude acceder a las historias reales de este castillo-fortaleza, orgullo de los nazis por su fama de inexpugnable durante la segunda guerra mundial. Albergaba como reclusos oficiales de las fuerzas aliadas con amplios antecedentes por fugas anteriores. Se suponía que Colditz estaba organizado y diseñado para que las evasiones fueran nulas, pero estos libros demuestran que el tesón, la constancia y la paciencia de el hombre pueden superar cualquier obstáculo. Precisamente el error fue ese, reunir en un solo lugar a todos los expertos en escapismo, cuando las huidas que más éxito tienen dependen de la acumulación de técnicas y conocimiento. En cuatro años hubo cerca de trescientos intentos de fuga, pero sólo treinta terminaron de manera exitosa.
   En el primer volumen “La Historia de Colditz”, el mayor británico Pat R. Reid cuenta sus vivencias y las de sus colegas desde 1940 a 1942, período en el que estuvo recluido en la prisión. Fue coordinador de fugas, muchas de las cuales las relata de manera sencilla, pero logra transmitir la emoción de la huida y el riesgo de la captura o, aún peor, de la muerte. Con facilidad, uno logra ponerse en la piel del valiente fugitivo que tiene que pasar enormes penalidades ante la escasa posibilidad de conseguir la preciada libertad. Hay párrafos en los que casi puedes sentir las ganas terribles de vomitar al comenzar una fuga por el riesgo a ser descubierto. En el segundo ejemplar “Últimos Días en Colditz”, más extenso que el primero, Patrick Reid habla de las experiencias de los compañeros que siguieron atrapados cuando él ya había conseguido escapar.  
   Siempre que uno habla de nazis, segunda guerra mundial, prisioneros, etc., a todos nos viene a la mente el pueblo judío y los campos de concentración. Por eso creo importante aclarar que los cautivos de estos libros no eran torturados, explotados ni exterminados, ya que eran oficiales ingleses, holandeses, franceses, polacos, etc., muchos de ellos con altos cargos, por lo que gozaban del respeto del enemigo y de situaciones más privilegiadas: comida de la Cruz Roja, estancias más dignas, patio, incluso alguna que otra excursión vigilada al pueblo. Así pues, se podía perder la vida intentando huir o cogiendo alguna enfermedad, pero poco más. Si uno se portaba bien, tenía garantizada la supervivencia.
   Pero eso sería dejarse vencer, rendirse y en momentos así, a uno lo que le sobra es tiempo, y para no volverse loco y ejercitar la mente, la ocupación preferida del castillo era idear planes para escapar. Esta era la manera de seguir combatiendo, a pesar de estar en cautiverio. La obligación de los encarcelados era evadirse, al igual que la de los alemanes era impedir que eso ocurriera. Incluso aunque un plan se viniera abajo (como ocurrió cuando descubrieron un enorme túnel de los franceses) merecía la pena, porque los meses de trabajo servían para tener la cabeza ocupada, algo imprescindible en Colditz, pues algunos se volvían desequilibrados.

   En cuanto al respeto de los carceleros, la clave la da el recluso conocido como Vandy, el cual dice: "Éste es el secreto. Siempre debes ocasionarles problemas. Si no lo haces, estás listo. El huno se te sentará encima y te aplastará hasta matarte, a menos que lo aplastes tú a él. Estuve en otros campos y en ellos vi lo que sucedía. Los alemanes despreciaban a los prisioneros y les hacían la vida imposible. Aquí, ha ocurrido lo contrario. Todos vosotros sois hombres valientes y desde los primeros días les habéis hecho pasar muy malos ratos. Por eso os respetan y no se atreven a abusar de su fuerza."
   Cada nacionalidad tenía su propio oficial de fugas al que había que notificar cualquier idea viable que se le pasase a alguno de sus compatriotas por el cerebro. El compañerismo era vital y los superiores estaban en continua comunicación para que hubiera un mínimo de coordinación en la preparación de las huidas. Todos trataban de evadirse y existía el peligro de que se ocultaran los planes unos a otros, e incluso que se entorpecieran entre sí. El inglés que construía un túnel corría el riesgo de encontrar a un francés excavando desde otra dirección. De ahí la importancia del encargado de las escapadas, que era informado de los proyectos de las demás nacionalidades y programaba con orden las iniciativas, incluso creando listas de espera. Estos responsables debieron ser hombres excepcionales por su valentía y honestidad. Preguntado uno de ellos por qué no se había largado, respondió: "No es posible hacer mi trabajo y al mismo tiempo tratar de evadirse. Son dos cosas que no pueden ir juntas. Yo conozco los planes de todo el mundo. Sería demasiado fácil apoderarse de la idea de alguien y utilizarla yo."
   Que un hombre, dos o tres, se ausentaran y que llegaran a territorio seguro era una gran noticia que animaba la amistosa rivalidad por el primer puesto en las fugas, y el entusiasmo y las esperanzas de los recluidos se renovaban por completo. Por el contrario, la mayor frustración era ser arrestado casi al final del camino, cerca de la frontera Suiza.
   Nada se dejaba a la improvisación y todo estaba estudiado al detalle. Esto implicaba largas horas de vigilancia (de los movimientos de los también vigilantes) durante semanas para descubrir cualquier hueco en sus sistema defensivo. Cada segundo contaba. De manera casera y con medios precarios fabricaban trajes militares, ropa de paisano, insignias nazis con metal fundido, etc. Otro método común era sustituir barrotes por fundas metálicas de fabricación casera que no llamaran la atención y que se pudieran arrancar luego en un momento.
  Sorprende leer lo mucho que conseguían los protagonistas con tan pocos medios: Disponían incluso de aparatos de radio introducidos en la cárcel en decenas de paquetes donde se escondían dispersas las piezas. Por contra, los alemanes también trabajaban para poner las cosas cada vez más difíciles: infiltraban espías que se hacían pasar por prisioneros para que les informaran de los planes de huida, instalaban detectores de sonido para escuchar las excavaciones de túneles o usaban una máquina de rayos X para detectar, en los fardos que llegaban para los reclusos, objetos metálicos y contrabando. Pero aún así, los cautivos hicieron llaves que burlaban la cerradura donde estaba el aparato y manipularon la alarma desde la habitación superior a la de los paquetes, para sustraerlos. También es cierto que existía corrupción entre los guardianes y había facilidades para conseguir tabaco, alimentos y objetos del mercado negro.

   De entre las muchas anécdotas que se relatan, me quedo con esta: Cuando llegaban nuevos prisioneros, los germanos intentaban que “colaboraran” como voluntarios en la economía del Reich. Se congregaba a todos en el patio y se les preguntaba si querían participar. Normalmente, la respuesta eran risas burlonas, pero un día un cadete francés dijo que le gustaría trabajar para los teutones. Ante la sorpresa de todos los bandos allí congregados, el oficial enemigo le consultó en reiteradas ocasiones y en todas respondió lo mismo: “me gustaría más trabajar para veinte alemanes que para un solo francés”. Pero aquí viene lo mejor y es que cuando le preguntaron a qué se dedicaba, el cadete afirmó con rotundidad: “¡sepulturero!”.

   Son fascinantes las historias que aparecen en estas obras: en un traslado en tren huyeron nada más y nada menos que 164 hombres, con diferentes suertes: 15 consiguieron la libertad. Excavaron un túnel bajo la sacristía, de 40 metros, con luz eléctrica y varios pozos verticales con un mecanismo de poleas para extraer sacos de escombro que se vaciaban en el patio a través de los bolsillos. Hubo un intento de fuga en el que "clonan" a un militar enemigo, disfrazándose de él casi a la perfección, sin que los soldados notasen siquiera el acento al hablar en alemán. Algunos se hacían pasar por otro preso e intercambiaban identidades durante los traslados para generar confusión y poder escapar. Otros fingían enfermedades para salir. En el caso de Harry Elliott, como en el cuento del pastor y el lobo, había fingido tantas veces padecimientos que aún llegando a estar realmente muy enfermo, los médicos germanos se negaron a desplazarle a un hospital. Otra práctica habitual era hacerse pasar por "fantasma": consistía en esconderse dentro de la prisión y hacer creer a los alemanes que se había largado. Un cautivo ejerció dicho papel durante todo un año. 
   Una de las evasiones más sensacionales de la historia es la construcción de un planeador. Fabricaron además una pared ficticia para acortar la buhardilla que iba a servir como taller improvisado y así esconder detrás fragmentos y utensilios sin despertar sospechas. La pared falsa se terminó en una sola noche, pero al amanecer y entrar la luz en el desván, vieron que no se parecía al resto. Tuvieron que esperar dos días a que se secara, con el enorme riesgo de que los soldados la descubrieran. Elaboraron todo tipo de herramientas procedentes de la madera de las camas, tela de los colchones, partes de un gramófono, metal del armazón de una cama y hasta del asa de un cubo. Diseñado para dos pasajeros, la idea era montar todas las piezas en una noche, abrir un agujero en la pared exterior, montar la rampa de lanzamiento y despegar sin que les oyeran ni vieran los centinelas. Tardaron diez meses en fabricar el planeador pero no pudieron utilizarlo porque se precipitó el final de la guerra y Colditz fue liberado por los americanos. Fue en ese momento cuando sacaron a la luz aquel ingenio aéreo y sorprendieron a todos al haber finalizado la construcción sin propiciar sospechas de los alemanes. Pero la guerra pudo haber durado aún un año más. Despertar las esperanzas de un prisionero desesperado y sumirlo después en el abismo de la desilusión es una de las torturas más refinadas que la humanidad ha inventado. Por eso cuando cesaba el fuego de la artillería, todos los encarcelados ansiaban oír de nuevo el trueno tranquilizador de los cañones. Curiosa ironía.
   Casi bombardean el castillo antes de liberarlo. Por suerte, pudieron confirmar que se trataba de una prisión y no de un puesto enemigo fortificado. Algunos no pudieron esperar aún sabiendo que el fin del conflicto estaba cerca. Mike Sinclair murió en una huida totalmente improvisada y forzada. Si hubiera esperado siete meses... Pero no, esa libertad no era la que buscaba, no hubiera sido suya, pues había llegado a aquella fase de la humillante lucha mental de un preso en la que desistir de todo intento y esperar la liberación que habían de proporcionarle otros hubiera indicado su propio fracaso. Su deber hubiera quedado incumplido. 
   Además de la famosa serie de televisión, se editaron juegos de mesa de Colditz y de ordenador, pero creo que los libros de uno de sus supervivientes son la mejor manera de acercarnos a una terrible realidad que con los años parece que dejamos de recordar, pero aquello ocurrió y conviene no olvidarlo.