domingo, 27 de septiembre de 2015

BAJO EL DON DE LA EBRIEDAD


   Aquella chica me volvía loco. Sólo estar cerca me ponía nervioso y más cuando ella tocaba mi mano o me acariciaba amigablemente. A veces, se cogía de mi brazo y notaba como mis cimientos internos se tambaleaban ante su contacto. Aparte de mi pareja habitual, hacía demasiados años que una mujer no despertaba en mí tales ansias de erupción volcánica. Me atormentaban pensamientos de confusión, quería pasar momentos con ella y al mismo tiempo la eludía para soslayar la tentación.
   A altas horas de la noche solía llevarla en coche a casa, porque Julio (que era quien la traía) prolongaba la fiesta un poco más. También para cambiar de bar venía en mi vehículo.
   Sus ojos me cautivaban, su afilado mentón desquiciaba mi mente, su voz cálida y radiofónica eclipsaba mi corazón. Aquellos acordes que emitía su mandíbula escultural ejercían una atracción electromagnética de alta frecuencia, ionizante a más no poder. Era complicado resistirse a una fuerza tan bella. De verdad que esta mujer nublaba mi personalidad. La enorme seguridad que tenía en mí mismo cojeaba desde sus pilares a cada golpe de su mirada. Por eso evitaba coincidir con sus ojos mucho tiempo, para no dejar mi alma al descubierto, para no regalar mi inseguridad, mi debilidad por ella. Aquellos dardos oculares eran muy peligrosos pues hacían plantearme demasiadas cosas. La sensación de protagonismo en sus pupilas y el contacto con su piel, eran el saqueo de mi corazón. Desnudaba mis sentimientos y no quería que fuera tan evidente. Aquello me avergonzaba frente a mi novia.

 
Single de Helloween perteneciente a su disco "Master of the Rings" (1994)
 
   Los trayectos a su vivienda eran paseos por las nubes que se hacían efímeros. Reconozco que alguna conversación se hizo pesada pero aún así deseaba su compañía todo lo posible. Una noche tardó en bajar del coche más de veinte minutos, pero no me importó. Supongo que el cansancio que alegaba para ir a su casa se difuminó un poco charlando conmigo y eso me halagaba. Buscaba también información en gestos y conductas, en el lenguaje no verbal, para creerme que ella también sentía algo hacia mi, a pesar de su asentada relación sentimental. Quizá eran imaginaciones mías, engaños de soñador o evidencias reales, pero me hacían sentir bien.
   Cuando me habló de su cambio de domicilio a la capital tuve pensamientos enfrentados: por un lado esto suponía vernos poco o nada; por otro, esta situación podía salvar mi relación y olvidar mi enamoramiento irracional. Así que mi respuesta fue de felicidad para no dejar entrever mis sentimientos y cuantificar su reacción.    
   Tanto tiempo sin sufrir algo así por otra persona que no fuera mi pareja me abrumaba, pues no sabía interpretar todas las sensaciones producidas y me ponía nervioso en momentos inadecuados: Otra noche, cambiando de bar, me dio por toser. Algo me picaba en la garganta que me hizo hasta lagrimar. Bebí agua, aclaré mi garganta y se me pasó, pero yo sé que influyó la compañía de aquella pequeña. Y digo pequeña por su estatura, porque su belleza era de tal altura que mareaba contemplarla.
   Tras dejarla en casa, volvía a mi morada o seguía la ronda cervecera con los amigos. En el segundo caso, varios temas me hacían desconectar y pensar en banalidades. Si se daba la primera tesitura, me costaba conciliar el sueño. Notaba la respiración de mi chica que dormía, pero siempre me parecía que notaba mi frustración, me espiaba y trataba de hacerme sentir culpable.
   De repente, todos estos dilemas se fueron disipando y volví a tener conciencia de mi situación. Perdí el don de la ebriedad y volvió el mundo real: bar cerrado, noche avanzada, mi cuerpo medio caído y rodeado de líquidos malolientes que probablemente fueran míos.
   Me levanté del húmedo suelo, respiré hondo para despejarme un poco y regresé al hogar. Un poco de sueño en el lecho me sentarían mejor que confiar en la intemperie.
   Después, llegar al barrio de madrugada, abrir la puerta, recibir el arrullo del mutismo que te envuelve. Subir al dormitorio, pasar al baño, escuchar el silencio: cómo abruma. Venir de juerga, de picos pardos, de tomar unas copas con los amigos, reír y pasarlo bien. Aún así, si no estás tú esperándome en casa, la soledad pisa cada rincón de mi existencia. De nada sirven tantos buenos colegas, pues no serenan el vacío de mi ser. De nada sirven entretenimientos tecnológicos, instrumentos musicales, manjares gastronómicos, eres insustituible. Es más difícil de lo que creía rellenar ese boquete que dejaste en mi corazón gracias a un butrón.
 
 
 
   El alcohol mitiga los efluvios de la mente, sirve de boya a la que me agarro para no ahogarme en los abismos del dolor y la nostalgia. Pero nunca es suficiente, siempre necesito más y acelero el ritmo descarnado del beber para olvidar que soy yo. Busco con ahínco ese don que solo la ebriedad me proporciona.
   Al día siguiente el ritual se repite: llamadas reiteradas al teléfono fijo me hacen despertar. Cómo no, es mi jefe que por enésima vez y hecho una auténtica vorágine de impaciencia, me asegura que no habrá más oportunidades. Una vez más y me quedo sin trabajo. 
   Los sueños alcoholizados de la noche aún revolotean en mi cabeza, no me dejan pensar con claridad y vuelvo a tomar sus amenazas como meras maniobras disuasorias. Sé que me había prometido no trasnochar los días antes de los laborales, pero no soporto más las paredes de la casa, ni tampoco las del corazón ya que, al no estar entibadas, corren el riesgo de caer y aplastar lo que queda de mí.
   No hay más motivos en mi mundo para añadir días a mi agenda penitenciaria, cuando lo que deseo es eliminarlos todos. También he pensado en la solución rápida y fácil: el suicidio. Pero no, soy demasiado cobarde y, por qué no reconocerlo, me da pereza.
   Aprovechar el calor de otras mujeres tampoco basta, solo sirve de analgésico y nunca encuentro ninguna que pueda hacerme olvidarte. Sólo la música aporta un efecto gratificante, duradero y logra la desconexión del cordón umbilical que me une a tu recuerdo. Por eso lapido mis ahorros en conciertos diversos y en bebidas espirituosas.
   Es curioso. Sé que volveré a estar en esas alcohólicas condiciones, jugándome fortuna y trabajo, pues bajo el don de la ebriedad, sueño con la chica que acompaño a casa y con la que comparto aún domicilio (a la que engaño de pensamiento y omisión). Maravilla de don, que me hace sentir que la vida real sólo existe cuando estoy sobrio.



    En octubre de 2011 la editorial InnovaLibros convocó el I Certamen Monográfico "Bajo el Don de la Ebriedad". Participé. Ni que decir tiene que no gané y que lo mejor del relato es el título, que hace referencia al libro de poemas de Claudio Rodríguez. A mi sin embargo me gusta y ya lo publiqué a través de Mundopalabras en agosto de 2012.