Aquella chica me volvía loco. Sólo estar
cerca me ponía nervioso y más cuando ella tocaba mi mano o me acariciaba
amigablemente. A veces, se cogía de mi brazo y notaba como mis cimientos
internos se tambaleaban ante su contacto. Aparte de mi pareja habitual, hacía
demasiados años que una mujer no despertaba en mí tales ansias de erupción
volcánica. Me atormentaban pensamientos de confusión, quería pasar momentos con
ella y al mismo tiempo la eludía para soslayar la tentación.
A altas horas de la noche solía llevarla en
coche a casa, porque Julio (que era quien la traía) prolongaba la fiesta un poco más.
También para cambiar de bar venía en mi vehículo.
Sus ojos me cautivaban, su afilado mentón
desquiciaba mi mente, su voz cálida y radiofónica eclipsaba mi corazón. Aquellos
acordes que emitía su mandíbula escultural ejercían una atracción
electromagnética de alta frecuencia, ionizante a más no poder. Era complicado
resistirse a una fuerza tan bella. De verdad que esta mujer nublaba mi
personalidad. La enorme seguridad que tenía en mí mismo cojeaba desde sus pilares
a cada golpe de su mirada. Por eso evitaba coincidir con sus ojos mucho tiempo,
para no dejar mi alma al descubierto, para no regalar mi inseguridad, mi debilidad
por ella. Aquellos dardos oculares eran muy peligrosos pues hacían plantearme
demasiadas cosas. La sensación de protagonismo en sus pupilas y el contacto con
su piel, eran el saqueo de mi corazón. Desnudaba mis sentimientos y no quería
que fuera tan evidente. Aquello me avergonzaba frente a mi novia.
Single de Helloween perteneciente a su disco "Master of the Rings" (1994)
Los trayectos a su vivienda eran paseos por
las nubes que se hacían efímeros. Reconozco que alguna conversación se hizo
pesada pero aún así deseaba su compañía todo lo posible. Una noche tardó en bajar
del coche más de veinte minutos, pero no me importó. Supongo que el cansancio
que alegaba para ir a su casa se difuminó un poco charlando conmigo y eso me
halagaba. Buscaba también información en gestos y conductas, en el lenguaje no
verbal, para creerme que ella también sentía algo hacia mi, a pesar de su
asentada relación sentimental. Quizá eran imaginaciones mías, engaños de
soñador o evidencias reales, pero me hacían sentir bien.
Cuando me habló de su cambio de domicilio a la
capital tuve pensamientos enfrentados: por un lado esto suponía vernos poco o
nada; por otro, esta situación podía salvar mi relación y olvidar mi
enamoramiento irracional. Así que mi respuesta fue de felicidad para no dejar
entrever mis sentimientos y cuantificar su reacción.
Tanto tiempo sin sufrir algo así por otra
persona que no fuera mi pareja me abrumaba, pues no sabía interpretar todas las
sensaciones producidas y me ponía nervioso en momentos inadecuados: Otra noche,
cambiando de bar, me dio por toser. Algo me picaba en la garganta que me hizo
hasta lagrimar. Bebí agua, aclaré mi garganta y se me pasó, pero yo sé que influyó
la compañía de aquella pequeña. Y digo pequeña por su estatura, porque su
belleza era de tal altura que mareaba contemplarla.
Tras dejarla en casa, volvía a mi morada o
seguía la ronda cervecera con los amigos. En el segundo caso, varios temas me
hacían desconectar y pensar en banalidades. Si se daba la primera tesitura, me
costaba conciliar el sueño. Notaba la respiración de mi chica que dormía, pero
siempre me parecía que notaba mi frustración, me espiaba y trataba de hacerme
sentir culpable.
De repente, todos estos dilemas se fueron
disipando y volví a tener conciencia de mi situación. Perdí el don de la ebriedad
y volvió el mundo real: bar cerrado, noche avanzada, mi cuerpo medio caído y
rodeado de líquidos malolientes que probablemente fueran míos.
Me levanté del húmedo suelo, respiré hondo
para despejarme un poco y regresé al hogar. Un poco de sueño en el lecho me
sentarían mejor que confiar en la intemperie.
Después, llegar al barrio de madrugada,
abrir la puerta, recibir el arrullo del mutismo que te envuelve. Subir al
dormitorio, pasar al baño, escuchar el silencio: cómo abruma. Venir de juerga,
de picos pardos, de tomar unas copas con los amigos, reír y pasarlo bien. Aún
así, si no estás tú esperándome en casa, la soledad pisa cada rincón de mi
existencia. De nada sirven tantos buenos colegas, pues no serenan el vacío de mi
ser. De nada sirven entretenimientos tecnológicos, instrumentos musicales,
manjares gastronómicos, eres insustituible. Es más difícil de lo que creía
rellenar ese boquete que dejaste en mi corazón gracias a un butrón.
El alcohol mitiga los efluvios de la mente,
sirve de boya a la que me agarro para no ahogarme en los abismos del dolor y la
nostalgia. Pero nunca es suficiente, siempre necesito más y acelero el
ritmo descarnado del beber para olvidar que soy yo. Busco con ahínco ese don
que solo la ebriedad me proporciona.
Al día siguiente el ritual se repite:
llamadas reiteradas al teléfono fijo me hacen despertar. Cómo no, es mi jefe
que por enésima vez y hecho una auténtica vorágine de impaciencia, me asegura
que no habrá más oportunidades. Una vez más y me quedo sin trabajo.
Los sueños alcoholizados de la noche aún
revolotean en mi cabeza, no me dejan pensar con claridad y vuelvo a tomar sus
amenazas como meras maniobras disuasorias. Sé que me había prometido no
trasnochar los días antes de los laborales, pero no soporto más las paredes de
la casa, ni tampoco las del corazón ya que, al no estar entibadas, corren el
riesgo de caer y aplastar lo que queda de mí.
No hay más motivos en mi mundo para añadir
días a mi agenda penitenciaria, cuando lo que deseo es eliminarlos todos. También
he pensado en la solución rápida y fácil: el suicidio. Pero no, soy demasiado
cobarde y, por qué no reconocerlo, me da pereza.
Aprovechar el calor de otras mujeres tampoco
basta, solo sirve de analgésico y nunca encuentro ninguna que pueda hacerme olvidarte.
Sólo la música aporta un efecto gratificante, duradero y logra la desconexión
del cordón umbilical que me une a tu recuerdo. Por eso lapido mis ahorros en
conciertos diversos y en bebidas espirituosas.
Es curioso. Sé que volveré a estar en esas alcohólicas
condiciones, jugándome fortuna y trabajo, pues bajo el don de la ebriedad,
sueño con la chica que acompaño a casa y con la que comparto aún domicilio (a la
que engaño de pensamiento y omisión). Maravilla de don, que me hace sentir que
la vida real sólo existe cuando estoy sobrio.
En octubre de 2011 la editorial InnovaLibros convocó el I Certamen Monográfico "Bajo el Don de la Ebriedad". Participé. Ni que decir tiene que no gané y que lo mejor del relato es el título, que hace referencia al libro de poemas de Claudio Rodríguez. A mi sin embargo me gusta y ya lo publiqué a través de Mundopalabras en agosto de 2012.