Más de
una vez había escuchado aquello de que los libros no los escoges, sino que son
ellos los que te eligen a ti. Pues esa curiosa sensación la tuve hace poco en
la Cuesta de Moyano de Madrid. En ella existe un mercadillo lleno de quioscos
con todo tipo de literatura de segunda mano. Puesto tras puesto se agolpan
volúmenes, revistas, tebeos, bibliografías, clásicos, etc. El sitio es ideal
para hacerte con una buena cantidad de lectura bien barata, ya que hay desde
unidades sin estrenar a libros que rozan la venta vergonzosa: ver casetas en las
que puedes adquirir algunos por veinte céntimos de euro es casi un desprestigio
para el arte de leer o escribir.
Mientras me desplazaba cual insecto, de un tomo
a otro, buscando el néctar adecuado para mi mente, me llamó la atención uno con
tapas rojas y un enorme “NO” en la cubierta. Sólo fue un momento. Giré la
cabeza otra vez y volví a observarlo. A pesar de no tener ninguna referencia de
la historia, ni saber quién era el autor, cambié de quiosco y algo me dijo que
debía llevármelo, no sé el qué. Reitero la percepción que mencioné al principio
de que el libro me había elegido a mí.
Me asusté al ver a un posible comprador que,
distraído, fijaba sus manos en él. Su cara se tornó en una mueca dantesca y se
retiró. Regresé sobre mis pasos, lo cogí y me puse a revisar sus detalles. Parecía
estar en buen estado, impresión que no había tenido antes. La primera vez, tras
hojearlo, me había parecido que tenía hojas en blanco, pero no: su presentación
era correcta. Muchas cosas eran sobrecogedoras ya que no aparecían por ningún
lado el nombre del autor, editorial, ni código de barras. Era como si alguien
anónimo se hubiera limitado a escribirlo y abandonarlo en el mercadillo.
Pedí que me cobraran y me encontré con otra
sorpresa: algunos libreros te dicen el precio en dos segundos o menos, pero en
este caso, el dueño dudó, se mostró incrédulo, e incluso dijo creer que ese volumen
no era de su puesto. Tras mirarlo un rato, con cierto sobresalto, me preguntó
de dónde lo había tomado y calculó su valía en función del lugar que ocupaba.
Resultado: dos euros. Lo guardé en la mochila y me olvidé de él.
Al día siguiente empecé con su lectura y,
desde el principio, algo me atrapó: Quizá el vocabulario, la riqueza literaria
o el ritmo. La historia no parecía gran cosa, incluso hoy, no sabría decir de
qué iba, pero la forma de contarla era apasionante. No sé, el caso es que
durante las semanas posteriores una especie de fuerza sobrenatural hizo que
leyera con fruición.
Portada del disco "La Leyenda de la Mancha" de Mago de Oz (1998)
En un momento dado encontré un término cuyo
significado no conocía. Era insidia. Miré en internet y aclaré mis dudas: engaño o artificio con el fin de perjudicar
a alguien, para hacer daño a otro. Esto no tendría ninguna importancia de
no ser porque el fin de semana, en una charla con los amigos, apareció la
palabra. Mejor dicho, no apareció. Quise introducirla en una conversación pero
no pude. Veía las letras en mi mente con claridad. Es raro de explicar, no es
que no me acordara, sino que mis labios, mi boca, mi intelecto se pusieron de
acuerdo para no pronunciarla a pesar de mis esfuerzos. Creo que nunca me había
pasado algo tan extraño.
Aparté la mala sensación de mi cabeza y
continué con mi vida. Pero todo empeoró cuando empezó a ocurrirme lo mismo con
otras palabras de uso cotidiano. Lo que se inició con vocablos poco usuales,
continuó con formas de expresión habituales que mermaron mi capacidad para
relacionarme con la gente. Tartamudeaba, solo pronunciaba parte de algunos términos,
me trababa y me sentía inseguro y nervioso.
Opté por visitar al médico pero no encontró
signos físicos que impidieran una normal utilización del habla. Por ello me
tomé unos días libres para descansar y eliminar tensión del cuerpo. En ese tiempo
aproveché para avanzar la lectura del misterioso ejemplar y, no sólo no fui a
mejor, sino que agravé mi situación. Dudaba de si leía para fructificar los
momentos en que estaba enfermo o si estaba malo por leer ese libro.
Ya no sabía qué hacer ni a quién acudir, más
que nada porque era incapaz de hilar dos frases con sentido. Mi novia intentaba
ayudarme pero pensaba que me estaba volviendo loco.
Entonces me di cuenta de lo que pasaba, a
pesar de ser lo más absurdo que le pueda ocurrir a alguien: Aquellas palabras
que iba leyendo en el extraño volumen mal encuadernado, desaparecían de mi
conocimiento al ritmo de la lectura. No sólo de mi intelecto, también las
páginas quedaban en blanco según avanzaba. Qué raro no haberme percatado antes.
Parecía que el tomo mermaba mi vocabulario, mi capacidad de expresión. Todo
quedaba absorbido por él. No sólo blanqueaban las hojas leídas, también se
añadían más páginas por arte de alguna brujería. Por ello, nunca se acababa,
cada vez parecía más voluminoso.
Aún
conociendo ya la fuente de mi problema, no podía enfrentarme a él, puesto que
me era inevitable seguir leyendo. Una fuerza de otro mundo tiraba de mí, me
obligaba a continuar con el suplicio de sentir cómo mis conocimientos
desaparecían dentro de aquel engendro de tinta y celulosa. Probé a quemarlo, a arrancar
hojas o, simplemente, esconderlo con el fin de no poder acceder a él. De nada
sirvió, pues la misma contundencia maléfica era más poderosa que mi conciencia.
Por suerte mi novia, al verme cada vez más
enfermo, febril, con los ojos observando otros mundos en este, advirtió que el libro
tenía algo que ver con mi locura.
Fue entonces cuando me arrancó de la cama,
cogió la obra y nos arrastró a los dos dentro del coche. No dudó ni un momento:
la cura debía estar en el mismo lugar donde hallé la enfermedad. Regresamos a
la Cuesta de Moyano y, con cierta indiscreción, nos desprendimos de aquella
abominación que se alimentaba de mis energías vitales.
El tomo quedó abierto por uno de los
capítulos que estaba en blanco. Mientras nos alejábamos, vi como un cliente
pasaba su mano de manera despistada por el ejemplar que, ante mi asombro,
volvía a llenarse de palabras, frases y fragmentos, al sentir el calor humano
de otro cuerpo. Con el texto reaparecido, la historia se repetía: un hojeo por
encima, segundos de reflexión y consulta al librero para conocer su coste.
- Este volumen no parece mío, ¿de dónde lo ha sacado?.
- Estaba en aquella zona, junto a los de dos euros.
- Ah, bien, pues entonces... dos euros.
Texto finalista del Festival Cryptonomikon 5 (2012) de fantasía, terror y ciencia ficción (Mostra de Relat de Terror, Fantasía i Ciéncia Ficció de Badalona) y publicado en el libro del mismo título para conmemorar la quinta entrega de este certámen.
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